Robert Walser ante una bella ensoñación |
Acabo de recordar una cosa y, no sé por qué motivo, me veo obligado a contarla. Hace una semana, o algo más aún, tenía en mi poder la suma de diez marcos. Pues resulta que ahora esos diez marcos se me han esfumado. Un día entré en un restaurante atendido por camareras, como atraído por una fuerza irresistible. Una chica corrió a mi encuentro y me obligó a sentarme en un sofá. A medias adiviné cómo terminaría el asunto. Me resistí, aunque sin ningún énfasis. Todo me era y no me era y no me era indiferente. Me divertía horrores desempeñar ante la chica el papel del caballero encopetado que mira de arriba abajo. Estábamos solos y nos entregamos a toda suerte de deliciosos disparates. Bebimos. Ella se acercaba todo el tiempo al mostrador en busca de nuevas bebidas. Me enseñó una de sus encantadoras ligas, que yo acaricié con los labios. ¡Ah, cómo pude ser tan tonto! Ella seguía levantándose para buscar más tragos. Y a toda prisa. Quería ganarse muy rápidamente un dinero a costa de un jovenzuelo necio. Yo me daba perfecta cuenta pero era justamente eso lo que me gustaba, que me creyese tonto. ¡Qué extraña depravación: alegrarse en secreto de poder advertir que se es víctima de un pequeño robo! Sin embargo, ¡qué fascinante me parecía aquel juego! A mi alrededor todo languidecía entre los sones halagüeños de una flauta. La muchacha era polaca, esbelta y flexible. Y encantadoramente pecaminosa. Pensé: "¡Adios diez marcos!", y la besé. Ella me preguntó: "¿Y tú quién eres? Te portas como un gran señor." Yo no me cansaba de aspirar el perfume que exhalaba su cuerpo. Ella lo adivirtió y le pareció un refinamiento. Y en efecto: ¿qué clase de bribón puede ser aquel que, sin sentir ni apreciar la belleza, frecuenta ciertos lugares donde sólo el arrobamiento puede disculpar lo que el libertinaje ha emprendido? Pretendí hacerle creer que era mozo de cuadra. "Oh, no", dijo ella, "te comportas demasiado bien para serlo. Dame los buenos días". Y entonces le hice aquello que en esos lugares suele llamarse dar los buenos días; mejor dicho, ella me lo explicó entre risas, bromas y besuqueos, y yo lo hice. Un minuto más tarde me encontré en la calle, donde ya estaba anocheciendo, aligerado hasta el último céntimo. ¿Con qué ojos lo recuerdo ahora? No lo sé. Pero sí estoy seguro de una cosa: tengo que reunir de nuevo algún dinero. Aunque ¿cómo hacerlo?
Robert Walser. Jakob von Gunten.
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